Los días pasaban lentamente para Ryan. Su vida en casa se había vuelto monótona: despertaba, desayunaba con su familia, veía salir a su padre, Ethan Howthorne, hacia el trabajo, observaba cómo su hermano Erik se iba a jugar, y luego pasaba el resto del día en su silla de ruedas, viendo la televisión o mirando por la ventana. Su operación estaba cada vez más cerca, pero la espera era insoportable.
Mientras tanto, sus amigos Lilian, Carlos, Sofía, Moisés y David continuaban con su rutina diaria de vigilar el bosque. Cada mañana, después de desayunar, se reunían en su punto habitual y se dirigían a la zona restringida, intentando encontrar un punto ciego en la seguridad para poder entrar.
—Bueno, día cuatro… ¿Qué hemos descubierto? —preguntó Carlos mientras masticaba un chicle con exageración.
—Que el guardia de la torre número tres tiene una fascinación enfermiza por los sándwiches de atún. —respondió Moisés con seriedad.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sofía, entrecerrando los ojos.
—Porque el muy idiota se quedó dormido con un pan en la mano ayer. Creí que era una trampa mortal, pero resultó ser un almuerzo fallido.
Todos soltaron una risa. David, que estaba tirado en el suelo con los brazos detrás de la cabeza, sonrió.
—Eso significa que podríamos entrar justo después de su almuerzo… aunque no quiero ni imaginarme el olor ahí dentro.
—¿Y qué hay del otro guardia? —preguntó Lilian.
—Ese tiene la paciencia de un monje, pero su punto débil es su teléfono. Pasa como una hora viendo videos de gatos peleando con impresoras.
Sofía rodó los ojos.
—Qué nivel de seguridad tiene este lugar… un amante del atún y un fanático de los gatos en guerra.
—Sí, pero eso no significa que podamos relajarnos. —dijo Carlos, poniéndose serio de repente—. Aún no sabemos qué hay dentro, ni por qué lo están protegiendo tanto.
Mientras tanto, en otro punto de la ciudad…
Alejandro Villarreal, el padre de Sofía, caminaba por una calle discreta. Miraba de reojo, como si buscara a alguien, hasta que se encontró con Mariana López, la madre de Carlos.
—Vaya, qué coincidencia verte por aquí… —dijo Alejandro con una sonrisa casual.
—Sí, sí… qué coincidencia. —respondió Mariana, acomodándose el cabello con una sonrisa nerviosa.
Ambos se quedaron en silencio por un momento. Alejandro miró su reloj de manera innecesaria, mientras Mariana revisaba su bolso sin razón aparente.
—Bueno… yo solo estaba de paso.
—Sí, claro, yo también…
Se miraron un segundo más y cada uno siguió su camino en direcciones opuestas, con la misma expresión despistada.
De vuelta con Ryan…
Pasaron cuatro días enteros y ninguno de sus amigos vino a visitarlo. Al principio, Ryan pensó que estaban ocupados, pero cada noche que pasaba sin verlos, su ánimo empeoraba.
La noche del cuarto día, se quedó mirando el techo de su habitación, frustrado.
—Genial… todos tienen algo que hacer menos yo.
Se movió en la silla, sintiendo su impotencia.
—Sé que voy a caminar pronto… pero no aguanto más estar así.
Golpeó con el puño el brazo de la silla y cerró los ojos, tratando de calmarse. La ira y la tristeza se acumulaban dentro de él, igual que muchas otras noches. No quería esperar más.
Aferró con fuerza los reposabrazos y suspiró.
—Solo un poco más…
Se obligó a cerrar los ojos y dormir, aunque el sentimiento de abandono no desapareció.
El sonido de algo moviéndose en el patio trasero despertó a Ryan. Parpadeó un par de veces, tratando de enfocar la vista, y giró la cabeza hacia la ventana. La luz de la luna iluminaba la figura de una mujer que salía apresurada por la parte trasera de la casa.
Frunció el ceño, confundido, pero su somnolencia le ganó.
—Bah, seguro fue una sombra o algo… —murmuró para sí mismo antes de volver a acomodarse en la cama y cerrar los ojos. En cuestión de minutos, volvió a dormirse.
A unas cuadras de distancia, el panadero del barrio estaba abriendo su negocio cuando vio a Eleanor Crawford, la madre de Lilian, caminando apresurada hacia su casa.
Él arqueó una ceja. No era raro verla tan temprano, pero lo extraño era que parecía venir de otro lado, no de su casa.
—¿De dónde rayos viene tan temprano? —pensó el panadero mientras acomodaba unas canastas de pan.
Eleanor entró a su casa sin notar su presencia. El panadero no le dio más vueltas al asunto y siguió con su rutina, pero la pregunta se quedó en el aire.
Su esposo, Benjamín Crawford, estaba fuera de la ciudad en Cresthaven, cuidando a su madre enferma. Ella, en teoría, debería haber estado en casa toda la noche.
Pero… claramente, no lo estuvo.
A la mañana siguiente, Ryan se sorprendió al ver llegar a sus amigos después de cuatro días de ausencia.
—¡Por fin, pensé que se habían olvidado de mí! —exclamó con una mezcla de emoción y sarcasmo.
Lilian, Moisés, Sofía, David y Carlos entraron a la casa con energía, saludándolo como si nada hubiera pasado.
—¿Olvidarnos de ti? ¡Jamás! —dijo Sofía, dándole un pequeño golpe en el hombro.
—Solo estábamos dándote tiempo para que nos extrañaras más. —añadió David con una sonrisa burlona.
—Sí, sí… pero bueno, ¿qué han estado haciendo estos días? —preguntó Ryan, con curiosidad.
Los cinco se miraron entre sí, y luego Carlos rompió el silencio con un chiste absurdo.
—Oh, pues estuvimos buscando el verdadero significado de la vida… y descubrimos que es comer pizza en la mañana.
Todos se rieron, menos Ryan, que frunció el ceño.
—En serio, ¿qué han estado haciendo?
Moisés palmeó la espalda de Ryan.
—Nada importante, lo de siempre.
—Ajá… —Ryan no estaba convencido, pero decidió no insistir.
Carlos cambió de tema rápidamente.
—¡Lo importante es que estamos aquí y que hoy tenemos que hacer algo divertido!
—Sí, ya es hora de que salgas de esta casa, aunque sea al patio. —añadió Lilian.
Ryan suspiró. Sus amigos estaban actuando raro… pero al menos ya estaban de vuelta.
Ryan finalmente salió al patio trasero de su casa, acompañado de sus amigos. Sentir el aire fresco y ver el cielo abierto después de tantos días encerrado le dio un poco de alivio, aunque no podía ignorar la sensación de que algo se le estaba escapando.
Lilian, Sofía, Carlos y David conversaban mientras Moisés se acercó a Ryan y le susurró algo al oído. Ryan se quedó en silencio, asimilando la información.
Mientras tanto, los demás seguían con su charla.
—Así que… ¿qué opinan de la mejor forma de entrar? —preguntó Lilian.
—Bueno, tenemos varias opciones, pero lo importante es no llamar la atención. —respondió Sofía, cruzándose de brazos.
—Sí, y si algo sale mal, David puede distraerlos con uno de sus chistes malos. —bromeó Carlos.
David puso cara de ofendido.
—Mis chistes no son malos, solo están adelantados a su tiempo.
Todos rieron, incluso Ryan, aunque su mente estaba todavía en lo que Moisés le había dicho.
Al poco rato, Moisés se incorporó y le dio una palmada en el hombro a Ryan.
—Nos veremos luego.
Ryan asintió y vio a sus amigos irse uno a uno. Cuando Moisés se marchó, él se quedó un momento en el patio, pensativo.
Luego, lentamente, rodó su silla de ruedas de regreso a la casa.
Esa noche, la ciudad se sumió en el silencio, iluminada solo por las luces de los faroles y las casas.
Las sombras se alargaban en las calles, y las figuras de las personas que regresaban a sus hogares se movían entre la penumbra.
Moisés caminaba hacia su casa, con las manos en los bolsillos y la mente ocupada. A pesar de la conversación con Ryan, no podía quitarse de la cabeza lo que estaban a punto de hacer.
Pero ya era tarde para dar marcha atrás.
Cada uno iba a su hogar, pero la ciudad nunca dormía… y tampoco los secretos que se escondían en ella.
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