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Chapter 6 - "LA FORTALEZA DEL HIELO Y EL SOL"

(Narrado por Hinata)

Han pasado varios días desde la noche en que Shizuka y Azumi nos contaron sus historias. Y desde entonces, algo en nuestra casa ha cambiado. No es algo que se pueda ver o tocar, es más bien una melodía de fondo que se ha vuelto más suave, más armoniosa. Hay una nueva ligereza en los andares de Shizuka, y he visto a Azumi sonreír tres veces. Tres. Kenji ha abierto una nueva sección en su cuaderno titulada "Variables Psicológicas en la Cohesión de Unidades de Combate Cercano", que supongo que es su forma de decir que le importan sus sentimientos.

La paz, sin embargo, sigue siendo un concepto relativo cuando mi hermano y Zuzu comparten el mismo espacio.

Esta tarde, la encontramos. Una escena tan familiar que era casi un ritual. Edu estaba sentado en el suelo de la biblioteca, intentando concentrarse en un pergamino sobre tácticas de asedio que Kenji le había insistido en que leyera. Zuzu, por su parte, había decidido que la existencia de ese pergamino era una afrenta personal. Su misión: la aniquilación total de la concentración de Edu.

Primero, caminó delicadamente por encima del texto. Edu la apartó con un suspiro. Luego, se sentó justo sobre el diagrama de una catapulta, bloqueando la vista. Edu la levantó y la puso a un lado. Finalmente, en un acto de pura maldad, Zuzu metió una pata en el tintero de Edu y, con la precisión de una artista, caminó por el borde del pergamino, dejando un rastro de pequeñas y perfectas huellas de tinta.

"¡TÚ, PEQUEÑO DEMONIO CON PELAJE!", rugió Edu, su paciencia hecha añicos.

Lo que siguió fue una persecución caótica alrededor de la biblioteca, con Zuzu derribando una pila de libros para crear una barricada y Edu usando una ráfaga de viento para hacer que las páginas de otro libro volaran por todas partes, confundiendo a la gata. Terminó, como casi siempre, con los dos en un enredo en el suelo, Edu cubierto de tinta y Zuzu lamiéndose una pata con aire de suficiencia, habiendo defendido con éxito su territorio del malvado pergamino.

La risa de mi madre resonó desde la puerta, donde ella y mi padre habían estado observando el espectáculo. "Otro combate perdido, hijo mío. Esa gata tiene un mejor historial de victorias que tú".

Nos reunimos todos en la sala principal mientras Azumi, con un suspiro de resignación, iba a buscar un paño para limpiar la tinta de la cara de Edu. Verla actuar con esa familiaridad, sin su habitual rigidez, hizo que mi madre sonriera.

"Es increíble verte tan relajada, Azumi-chan", dijo Mi Madre. "Recuerdo la primera vez que te llevamos a un baile en la corte. El joven Lord Hayashi, el heredero de las minas del norte, casi se desmaya de la emoción al verte".

"Y Azumi casi lo hace llorar", añadió mi padre con una risa grave. "El pobre chico intentó halagarla citando poesía clásica, y Azumi le señaló tres errores gramaticales y una inconsistencia histórica en su elección de poema. No volvió a acercarse en toda la noche".

"¿Y recuerdan al barón de las Tierras del Oeste?", continuó mi madre, claramente disfrutando de los recuerdos. "El que intentó tomarle la mano a Shizuka para besarla".

"Ah, sí", dijo Padre. "Tuvo un desafortunado 'accidente' y su hombro se dislocó 'misteriosamente'. Necesitó tres sanadores y una semana de reposo. Shizuka ni siquiera derramó su bebida".

Todos reímos. Esas historias eran legendarias. Las dos guardianas de la Casa Hoshino eran famosas en todos los círculos nobles por ser una fortaleza inexpugnable.

Mi padre miró a Edu, que ahora estaba limpio gracias a una Azumi que intentaba no sonreír. "Durante años, los hombres más ricos y poderosos de Astoria se estrellaron contra ese muro de hielo", dijo, refiriéndose a Azumi. "Y entonces llegas tú, y en cuestión de meses, consigues que te regañe, se preocupe por ti y hasta se ría de tus tonterías. ¿Cómo lo haces, hijo? ¿Cuál es tu secreto?".

La pregunta de mi padre hizo que el mundo se detuviera. Todos los ojos, incluso los de Kenji que levantó la vista de su cuaderno, se posaron en ellos dos.

Y entonces, mi hermano hizo algo que silenció incluso los pensamientos de mi madre.

Azumi estaba a punto de terminar, pasando el paño húmedo por una última mancha de tinta en la mandíbula de Edu. Él, que había estado inusualmente quieto, levantó la mano lentamente. Azumi se tensó, su propio cuerpo preparándose para un comentario ingenioso o una broma. Pero el gesto de Edu fue inesperado. Con una delicadeza que contradecía su fama de alborotador, posó su mano en la mejilla de ella, su pulgar rozando suavemente su piel.

Su otra mano subió hasta su barbilla, y con una ternura firme, la inclinó hacia arriba, obligándola a encontrarse con su mirada. Estaban tan cerca que parecía que el mundo se había reducido a ellos dos, como si estuviera a punto de besarla.

Vi a Azumi contener la respiración. Su cuerpo se había convertido en una estatua de porcelana, frágil y temblorosa.

Edu sonrió, pero no fue su sonrisa de victoria. Fue una sonrisa íntima, suave, destinada solo para ella. Su voz fue un murmullo profundo, tan bajo que casi tuve que leer sus labios, pero cargado de una calidez que derritió el aire.

"Gracias...", susurró. "Por cuidarme, Azumi-san. Incluso cuando soy un completo desastre".

La reacción de Azumi fue una reacción en cadena. Primero, un escalofrío visible recorrió todo su cuerpo. Segundo, el color de su rostro explotó, pasando de un leve rubor a un rojo tan intenso, tan profundo, que superaba el de su propio cabello. Tercero, sus ojos carmesí, abiertos como platos, se llenaron de un pánico adorable. Por un instante, pareció que se iba a desmayar.

Pero no lo hizo. La guerrera que había en ella, la orgullosa Kisaragi, se rebeló.

Su cerebro pareció reiniciarse de golpe. Con un chillido ahogado que fue una mezcla de furia y vergüenza absoluta, tomó el paño húmedo y manchado de tinta y se lo estampó en la cara a Edu con todas sus fuerzas.

¡PLAF!

"¡LÍMPIATE TÚ MISMO, MOCOSO INSOLENTE Y PRESUMIDO!", gritó, su voz un octava más alta de lo normal.

Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta y huyó de la habitación como si el mismo abismo la persiguiera, dejando a un Edu completamente aturdido, con un paño de limpieza pegado a la cara.

Por un momento, hubo un silencio de pura conmoción.

Y luego, la habitación estalló.

Mi padre, Ibuki, el gran samurái, soltó una carcajada tan profunda y estruendosa que hizo vibrar las tazas de té. Mi madre se reía sin poder contenerse, las lágrimas asomando a sus ojos. Kenji se cubría la cara, pero sus hombros se sacudían por la risa silenciosa. Shizuka, a mi lado, simplemente negaba con la cabeza, murmurando "idiota", aunque una enorme sonrisa la delataba.

Yo no podía parar de reír. Edu se quitó lentamente el paño de la cara, revelando una nueva mancha de tinta justo en la punta de la nariz, y nos miró a todos con una expresión de total inocencia, lo que solo nos hizo reír más fuerte.

Fue entonces cuando lo recordé. La primera vez que lo vi usar esa arma. La conversación en el dojo sobre el hielo y el agua. Mientras la risa de mi padre retumbaba en las paredes, mi mente viajó hacia atrás, no muy lejos, solo un par de años. A una tarde gris y silenciosa en el dojo, justo después de la temporada de lluvias.

Yo estaba sentada en la engawa, viendo a Azumi entrenar sola. Su kata era impecable, una danza de acero sin errores. Pero sus ojos... estaban vacíos. Era como si estuviera intentando tallar la tristeza de su corazón golpe a golpe, repetición tras repetición, buscando en el agotamiento físico un respiro del dolor invisible.

Edu, entonces con doce años, llevaba un rato observándola desde las sombras. Finalmente, se acercó, sus pasos tan silenciosos como los de Zuzu cazando.

"Practicas mucho, Azumi-san", dijo, su voz suave, casi un susurro que rompió la tensión del aire.

Azumi se detuvo, su espada apuntando al suelo. "La diligencia es el camino a la perfección, joven maestro. Un camino que usted rara vez transita". Su voz era una astilla de hielo.

Edu ignoró la punzada. Sus ojos, intensos y penetrantes, no estaban en la espada, sino fijos en el rostro de Azumi, en las líneas tensas alrededor de sus labios, en la sombra fugaz de dolor que cruzaba sus ojos carmesí.

"No estás buscando perfección", dijo él, su voz ahora más firme, cargada de una comprensión que parecía impropia de su edad. "Estás intentando enterrar algo. Cada golpe es una palada de tierra sobre un secreto que te asusta. Estás luchando contra un fantasma al que no te atreves a mirar a la cara".

Azumi se tambaleó visiblemente, como si él hubiera golpeado una herida abierta. Su agarre en la espada se tensó hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Se giró bruscamente hacia él, la punta de su bokken ahora levantada, amenazante.

"¡Cállate, niño! ¡No sabes nada de las cargas que llevo! ¡Vuelve a tus juegos y déjame en paz!"

Edu no retrocedió. Su mirada permaneció fija en ella, sin rastro de miedo, solo una profunda y casi palpable tristeza.

"Sí, llevas cargas", admitió, su voz ahora cargada de una empatía sorprendente. "Una fortaleza helada construida ladrillo a ladrillo para que nadie pueda tocarte. Pero, Azumi-san... el hielo, por muy grueso que sea, siempre termina por ceder. Se agrieta. Se rompe. Y cuando se rompe, el golpe es mucho más doloroso". "No tienes que vivir congelada. Deja que el calor entre. Deja que el dolor salga. Porque un corazón que siente, aunque sufra... siempre encuentra la forma de sanar. Un corazón congelado... solo se quiebra". el hielo es fuerte, sí... pero es quebradizo. Se rompe". Dio un paso más cerca, su voz un susurro. "El agua que fluye, en cambio... es imparable. No tienes que tener miedo de sentir, Azumi-san. El agua siempre encuentra su camino".

Las palabras de Edu golpearon a Azumi como un golpe físico. La furia en sus ojos vaciló, reemplazada por una vulnerabilidad que nunca le había visto. Su espada temblaba. Por un instante fugaz, su máscara de hielo se derritió, revelando un rostro lleno de una angustia silenciosa y abrumadora. Y entonces, la máscara volvió a colocarse, más rígida que nunca, como si se avergonzara de esa breve rendición.

Edu la miró un instante más, con una profunda tristeza en sus jóvenes ojos, y luego se dio la vuelta y se fue, dejando tras de sí un silencio pesado y una guerrera cuyo mundo acababa de temblar hasta sus cimientos.

El sonido de la risa de mi padre me trajo de vuelta al presente. Edu se quitaba lentamente el paño de la cara, revelando una nueva mancha de tinta en la punta de la nariz.

Y lo entendí. El arma secreta de mi hermano no era una sola cosa. Era una combinación letal. Era su viejo y descarado encanto, ahora mezclado con una nueva y abrumadora sinceridad. Podía ser el galán audaz y el alma comprensiva en el mismo instante, una dualidad impredecible contra la que nadie, y mucho menos la pobre Azumi, tenía defensa alguna.

Y ese momento, el del trapo estampado y las risas que llenaron nuestra casa, permaneció en mi mente, cálido y familiar, como la promesa de que, sin importar las guerras del cielo o los juramentos de la tierra, en nuestro hogar siempre, siempre, habría un lugar para la alegría.

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