(Narrado por Hinata).
"En el Reino de Astoria, donde los valles aún cantan con la magia de la creación, aprendimos a ignorar los susurros. Eran ecos de una guerra silenciosa, librada mucho antes de que el tiempo tuviera nombre, cuando el Paraíso se agrietó y su herida nunca cerró del todo. Los bardos cantaban sobre ello en las tabernas, historias veladas de una traición en el alba y de siete sellos de poder prohibido que cayeron a la tierra como lágrimas de un dios, dejando siete cicatrices que el mundo aún intenta ocultar bajo mantos de hierba y montañas.
Pero para una niña de trece años, esas eran solo historias para erizar la piel junto al fuego. La verdadera historia, el único universo que importaba, era el de nuestra casa...
No entendíamos entonces que esa guerra antigua no había terminado. Solo había aprendido a esconderse. Y su campo de batalla más cruel y silencioso estaba en el alma misma de aquellos a quienes más amábamos.
Aquella mañana, la última de nuestra inocencia, el sol brilló con más fuerza que nunca, como si quisiera grabar a fuego en mi memoria cada detalle de la felicidad que estábamos a punto de perder para siempre."
Desde mi sitio en la engawa, la veranda de madera pulida que bordeaba nuestro dojo familiar, el mundo se reducía al olor del cedro bajo el sol de la mañana y al ritmo hipnótico del combate. La danza del acero era el latido del corazón de nuestro hogar. El aire, cálido y fragante por las camelias que mamá cuidaba con tanto esmero, era cortado una y otra vez por el silbido agudo de los bokken. Mi hermano mayor, Edu, estaba en el centro de todo. Como siempre. A su lado, nuestro padre, Ibuki, observaba de pie, inmóvil como una estatua, su sola presencia añadiendo un peso inmenso a cada movimiento.
A la derecha de Edu, Shizuka Ishikawa nuestra sirvienta y tutora personal, era un borrón rubio, pura furia contenida. Su estilo era como la tierra misma: implacable, directo y sin sutilezas, cada estocada buscando abrumar. "¡Tu postura es un desastre, Edu-sama! ¡Un caracol ebrio se mueve con más gracia!", le gritó, y su voz, aunque llena de enfado, tenía una extraña musicalidad, como el repique de una campana de guerra. Su kimono de combate, de un blanco tan claro y unos destellos celestes que combinaban con el color de sus ojos, parecía una ola furiosa a punto de romper contra la calma de mi hermano.
A mi lado, Kenji mi otro hermano se inclinó hacia adelante, sus ojos amarillos fijos en la pelea, analizando cada bloqueo, cada finta. No era un espectador casual; era un estudioso desmantelando la pelea, pieza por pieza, como uno de sus intrincados rompecabezas. Su mano descansaba sobre el mango de su propia espada de entrenamiento, sus dedos tamborileando un ritmo silencioso, como si estuviera librando tres batallas a la vez en su mente, aprendiendo de cada uno de los combatientes.
Edu, por su parte, parecía disfrutar del caos. Desvió el potente ataque de Shizuka con un giro fluido y una sonrisa que sabía que solo la enfurecería más. "Y tu temperamento es tan sutil como una avalancha, mi querida Shizuka. Relájate un poco, o te saldrán arrugas en esa cara tan bonita".
Una risa suave y contenida sonó a mi otro lado. Era mamá. Sakura observaba la escena con una serenidad que yo siempre había envidiado. No era la calma de la inacción, sino la del ojo de un huracán. Sentada en la postura seiza perfecta, con una taza de té humeante entre las manos, sus ojos violetas no veían una simple práctica, sino algo mucho más profundo. Su pasado como guerrera era un secreto a voces en la casa; un aura de poder dormido que la envolvía como un perfume exótico y peligroso.
"Madre", susurré, mi voz apenas audible sobre el choque de la madera. "¿No es demasiado para él? Dos de las mejores instructoras de Astoria contra uno...".
Ella no apartó la vista de la pelea. "Shizuka es fuerte, Hinata. Su poder es un río desbordado que arrasa con todo. Azumi es precisa, su técnica es como el hielo, perfecta y quebradiza. Pero tu hermano...", hizo una pausa, y una sonrisa casi imperceptible curvó sus labios. "...Edu es el agua. No lucha contra la corriente, se convierte en ella".
Comprendí que lo que yo veía como un riesgo, mi madre lo veía como la armonía perfecta. Y tenía razón. La otra amenaza, Azumi Kisaragi, se deslizó en el espacio que Shizuka había dejado. Su kimono negro con destellos rojos carmesí era un incendio silencioso, un glaciar carmesí. Si Shizuka era una tormenta, Azumi era la helada que mataba sin hacer ruido. Sus ojos rojos, fríos y penetrantes, lo observaban. Era aterradora en su quietud.
Edu no las enfrentaba. Bailaba entre ellas. Usaba el torrente de Shizuka para desviar la precisión gélida de Azumi. Era un juego de ajedrez a la velocidad de un rayo, y yo apenas podía seguirlo con la mirada.
"¡Azumi!", la voz de Edu cambió de repente en medio de un torbellino de movimientos, volviéndose suave, íntima. "Esa mirada tuya... tan intensa, tan seria. Es cautivadora. Me pregunto qué secretos se ocultarán tras esos hermosos ojos rojos".
Vi cómo la armadura invisible de Azumi se hacía pedazos. Vi el rubor intenso que tiñó su piel pálida desde el cuello hasta las orejas, y cómo su postura, antes impecable, vaciló por una milésima de segundo. Kenji a mi lado dejó escapar un suspiro de frustración, como si supiera que la batalla había terminado en ese preciso instante. La debilidad de Azumi era la coquetería de mi hermano. Y la debilidad de Shizuka... eran los celos que sentía por Azumi en ese momento.
"¡DEJA DE INTIMIDAR A AZUMI Y PELEA CONMIGO, MOCOSO INSOLENTE!", bramó la rubia, perdiendo toda la compostura.
El ataque de Shizuka fue ciego, un golpe de pura emoción. Y como una puerta abierta de par en par, Edu entró. El desenlace fue tan rápido que casi me lo pierdo. Un pivote sobre su talón izquierdo que usó la propia fuerza de Shizuka en su contra, una finta que hizo que Azumi se moviera justo donde él quería, un barrido bajo que desequilibró a ambas. Un instante de caos perfectamente orquestado, y luego, el silencio.
El sonido de dos bokken de madera golpeando el suelo fue lo único que rompió la quietud. Las dos instructoras más temidas de la finca estaban desarmadas, con la punta de la espada de madera de Edu flotando serenamente a un centímetro de sus gargantas, una para cada una, tras un movimiento casi imposible.
Él les sonrió, y en esa sonrisa vi al hermano que yo conocía: encantador, un poco arrogante, pero con una inteligencia que brillaba más que cualquier acero pulido.
"Rendición", dijo, su voz tranquila de nuevo.
Y en ese momento, sonreí. Porque a pesar de todo el acero y la disciplina, éramos simplemente eso: una familia. Una extraña, ruidosa y complicada familia. Una paz que yo, en mi inocencia de trece años, creía que duraría para siempre. No podía ver entonces las finas grietas que ya se extendían por nuestro hermoso cristal.
La palabra "rendición" de Edu quedó flotando en el aire, cargada de una victoria traviesa que se sentía casi palpable. El silencio que siguió fue denso, pesado, roto únicamente por el sonido de la respiración agitada de las dos instructoras. Shizuka, aún en el suelo de madera, lo miraba con sus ojos celestes encendidos en una llama de humillación y furia contenida. Azumi, por su parte, parecía desear que la tierra se la tragara; se cubría el rostro sonrojado con el dorso de una mano, incapaz de mirarnos.
Yo, por mi parte, simplemente solté el aire que no sabía que estaba conteniendo, una risa silenciosa escapando de mis labios. A mi lado, Kenji dejó escapar un largo suspiro, una mezcla de exasperación y admiración. Negó con la cabeza, y una diminuta sonrisa de complicidad se dibujó en sus labios. Él no había visto una derrota, sino una clase magistral de guerra psicológica que ya estaba desarmando y catalogando en su mente.
Mamá, en cambio, tomó un sorbo de su té, sus ojos violetas brillando con una diversión serena por encima del borde de la taza de porcelana. Por supuesto que ella lo había sabido. Ella había visto el resultado desde el primer halago de Edu.
El momento de relativa paz se rompió cuando un cojín de meditación salió disparado desde el suelo y le golpeó a Edu en la espalda con un golpe sordo y satisfactorio.
"¡ESTO ES POR HACERME QUEDAR MAL!", gritó Shizuka, con más frustración que furia real en su voz.
Segundos después, y casi por instinto, una de las sandalias de madera de Azumi pasó zumbando junto a la oreja de mi hermano. Era su forma de participar sin tener que mostrar la cara. Edu se rio, una risa genuina y despreocupada que pareció calentar todo el dojo. Atrapó la sandalia en el aire con un movimiento casual y se acercó a Shizuka, ofreciéndole una mano para levantarse. Su expresión ya no era la de un vencedor, sino la de un hermano mayor.
"Una derrota honorable solo engrandece al guerrero, Shizuka-san", dijo con suavidad.
Ella bufó, apartando la mirada, pero aceptó su mano a regañadientes. Se puso en pie de un tirón, arreglándose el kimono con brusquedad. "La próxima vez no fallaré, mocoso", murmuró entre dientes, pero no había veneno en sus palabras.
Fue Kenji quien rompió el silencio que siguió. Se ajustó las gafas que no llevaba, un tic nervioso que tenía cuando su mente trabajaba a toda velocidad. Su voz, siempre analítica, cortó la atmósfera. "Tu técnica de desarme fue impecable, hermano. Tu forma de explotar sus estados emocionales fue... brillante. Pero sigo notando que evitas el choque directo de fuerza. El maestro Baltasar decía lo mismo en sus informes. ¿Por qué?".
La pregunta hizo que todos nos calláramos. Era una pregunta que yo también me había hecho muchas veces. Edu dejó de sonreír. Su mirada se desvió de las sirvientas, que ahora recogían sus espadas de madera, y nos buscó en la veranda: a Kenji, a mamá, y finalmente a mí. Su expresión cambió. La ligereza del duelista desapareció, reemplazada por una seriedad profunda, la de un hombre mucho mayor atrapado en el rostro de un chico de quince años.
Se tomó un momento, mirando sus propias manos como si fueran herramientas que aún estaba aprendiendo a usar.
"Porque la fuerza bruta es la herramienta de quienes quieren romper cosas", dijo, y su voz era tranquila, pero cada palabra resonaba con el peso del granito en el silencio del dojo. "Romper un escudo, romper una línea, romper la voluntad de un enemigo... es fácil. Es un poder que se agota, que no deja nada a su paso más que escombros".
Hizo una pausa, y su mirada se posó directamente en mí. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, como si sus palabras no fueran solo para Kenji, sino para el destino mismo.
"Yo no quiero romper nada", continuó, y su voz se suavizó, volviéndose casi un voto sagrado. "La fuerza que yo busco no es para eso. Es para construir un muro. Un muro tan alto y tan sólido que la tristeza nunca pueda escalarlo para llegar a ustedes". Su mirada nos abarcó a todos, a Kenji, a las sirvientas, a mamá, deteniéndose de nuevo en mí. "La fuerza no es para romper los escudos de los demás. Es para asegurarme de que aquellos a quienes amo nunca tengan la necesidad de esconderse detrás de uno".
El juramento quedó suspendido en el aire, tan real y tan pesado como una hoja de acero. Vi a Shizuka bajar la mirada, su ira completamente reemplazada por algo que se parecía mucho al respeto. Vi a Azumi mirarlo ahora directamente, su vergüenza olvidada, completamente cautivada por la convicción de aquel a quien servía. Vi a Kenji asentir lentamente, sus ojos amarillos llenos de una nueva comprensión. "Ya veo...", susurró.
Pero fue la mirada de mi madre la que capturó mi atención. Ella observaba a su hijo mayor, y en sus ojos violetas no había solo orgullo. Había una profunda y antigua resonancia, un eco de un juramento similar hecho quizás en otro tiempo, bajo otro cielo. Ella, Sakura Kazekiri, entendía de una manera que nosotros aún no podíamos, el verdadero y terrible precio que exigía una promesa como esa.
El juramento de mi hermano quedó suspendido en el aire del patio, tan pesado y real como el olor a madera de cedro y el sudor. Vi cómo las palabras lo transformaban, cómo la ligereza de su victoria se asentaba en una gravedad que parecía demasiado grande para sus quince años. Las palabras de Edu resonaban en mi cabeza con más fuerza que cualquier choque de espadas que hubiera presenciado. Mientras Azumi y Shizuka recogían las espadas de entrenamiento en un silencio tenso y cargado de un nuevo respeto, supe que algo fundamental había cambiado. La lección había terminado, pero la enseñanza acababa de comenzar.
Horas más tarde, el sabor del té helado de durazno que sorbía en la veranda fue el contrapunto perfecto al ardor del esfuerzo que aún sentía en mis propios músculos, solo por haber observado con tanta intensidad. La tarde había desplegado su manto dorado sobre Astoria, y como era costumbre en los días de buen tiempo, mi padre insistió en dar un paseo familiar.