Cherreads

Chapter 2 - Capítulo IV – Donde el Sol Se Inclina

Así que aquí estaba, frente a la puerta norte de la iglesia sur. Un edificio solemne, de piedra vieja y vitrales empolvados, donde cada día llegaban niños como yo —algunos obligados, otros con más curiosidad que fe— a aprender lo que bien pudiera salvarnos o matarnos de aburrimiento. Aquí se leían las escrituras, claro, pero también libros de medicina, ganadería, agricultura y otros saberes menos sagrados, pero igual de útiles. Mi padre pagaba seis monedas de plata cada cuatro meses para que mis hermanas y yo recibiéramos educación en este lugar. Un gasto que, si bien no lo decía, representaba un esfuerzo considerable.

Los sacerdotes y las hermanas eran amables, dedicados… y sumamente cuidadosos. No por amor puro al conocimiento, sino porque más de una vez, la falta de resultados había provocado incidentes. Mi padre me contó que, décadas atrás, un sacerdote fue golpeado hasta quedar inconsciente por un grupo de padres furiosos, molestos porque sus hijos regresaban a casa sin aprender ni leer ni rezar. Desde entonces, la Iglesia se tomó muy en serio el juego de enseñar.

Después de las oraciones y las lecturas obligatorias, teníamos permiso para explorar el almacén anexo a la iglesia, donde se resguardaban copias de libros de todo tipo. El papel era áspero, barato y amarillento, lo suficiente como para que no doliera ver una mancha de tinta o una esquina doblada. Podíamos sacarlos del recinto, sí, pero había reglas: una moneda de bronce por llevarte una copia, y al menos diez si la dañabas. El precio variaba según el estado y contenido del ejemplar, pero en mi caso, nunca tuve esa opción. La educación ya costaba lo suficiente como para sumar gastos extra, así que debía conformarme con leer lo que pudiera dentro del horario permitido.

Y aunque esta iglesia era la más grande y reconocida dentro de los muros de la ciudad, su doctrina no era obligatoria. Cada distrito tenía su fe, sus dioses o sus formas de agradecer y temer al mundo. En este reino, creer era opcional, pero saber… saber era casi una obligación.

Usualmente suelo sentarme a leer junto a una ventana que da al interior de la iglesia. Pensarías que sería mejor contemplar el exterior —el cielo, el movimiento de la ciudad o el jardín de los hermanos mayores—, pero hay una razón bastante concreta por la que prefiero esta vista. Desde ese ángulo, tengo una visión perfecta de Lariza.

Su padre es un comerciante importante del distrito sur, por lo que ella puede permitirse sacar varias copias del almacén sin pensarlo dos veces. A veces lleva más libros de los que sus brazos parecen poder cargar. Pero lo que realmente llama la atención, lo que hace imposible no mirarla, es ella misma.

Tiene el cabello dorado como el trigo recién cosechado, que brilla incluso bajo la pálida luz de los vitrales. Sus ojos, azules y claros como el cielo despejado después de una tormenta, parecen ver a través de todo. Y aunque solo tiene catorce años, ya posee una figura que haría girar cabezas en cualquier mercado, incluso entre los soldados. Donde uno mire, hay belleza. Si tuviera que compararla con algo, diría que es tan perfecta como una muñeca de porcelana traída de tierras lejanas, o tan impresionante como una espada legendaria forjada para un héroe de antaño.

A veces me sorprendo a mí mismo observándola más de lo que debería, olvidando por completo el libro que tengo entre las manos. Pero en esos momentos, siento que el mundo se detiene por unos instantes... y eso basta.

Mientras hojeaba un libro sobre métodos para mejorar la disposición de la tierra y aumentar el cultivo —uno de esos textos que parecía más aburrido de lo que realmente era—, no podía evitar lanzar miradas de reojo hacia ella.

Lariza leía con total concentración un libro mucho más grueso que el mío, con una encuadernación oscura y letras tan pequeñas que a simple vista ya daban dolor de cabeza. Claramente, además de hermosa, era lista. Su mirada no vacilaba, sus dedos pasaban las páginas con una elegancia casi ritual, y su expresión era serena pero enfocada, como si realmente entendiera cada palabra escrita allí.

Llevaba un vestido de una sola pieza, azul como el cielo a punto de anochecer, con volantes blancos que adornaban las mangas y el borde inferior. Ese contraste de colores, tan simple y delicado, acentuaba aún más su belleza... y una pureza que parecía ajena al mundo en el que vivíamos. Lariza no parecía caminar entre el polvo y la piedra de esta ciudad: ella flotaba, iluminando con su sola presencia el rincón más olvidado de la iglesia.

Suspiré, fingiendo concentrarme de nuevo en mi lectura.

Pero era imposible.

 

El sol comenzaba a deslizarse detrás de los techos del distrito, tiñendo las calles de tonos anaranjados y alargando las sombras. Era hora de regresar a casa, y como siempre, mis hermanas menores ya hacían lo suyo: negarse a despedirse de sus amigas. Una escena de todos los días. Para variar, acababa convertido en el pastor de un rebaño de críos que no se movían ni aunque una horda de bandidos viniera por ellos.

—¿Los vas a dejar a todos en su casa? —preguntó mi hermana menor, Auri, apareciendo a mi lado con una expresión que rozaba lo angelical mientras balanceaba las manos a la espalda como si no estuviera tramando nada.

La otra, Lira, me fulminó con la mirada desde el otro flanco. Sus ojos oscuros parecían lanzarme cuchillos invisibles.

—Deberías hacerlo, hermana —dijo con voz gélida—. Es peligroso dejar a los niños solos. Tú sabes cómo se pone este distrito cuando oscurece.

—¡Ay, no exageren! —bufé, cruzándome de brazos—. Es bastante molesto andar de niñera con enanos que ni siquiera comparten mi sangre. Pero ya qué...

—Uy, qué noble, qué mártir —murmuró Lira con sarcasmo—. Luego no digas que no te dimos la oportunidad de quedar como héroe.

Auri soltó una risita y me tomó del brazo con una familiaridad inquietante.

—Anda, hermanito, hazlo por nosotras. Ya sabes que te queremos.

—Ajá... me quieren como quieren a los zapatos viejos: útiles hasta que se rompen —dije, pero ya estaba resignado.

Fue entonces que ella se acercó. Lariza. Por un costado, suave como una pluma, dejando a su paso un aroma ligero, como flores recién abiertas bajo la lluvia.

—Siento molestarte tanto, Vicktor... Mi madre no vendrá por mí, así que me sentiría más segura si los acompaño a todos. ¿Está bien...? —dijo con una voz suave, mientras inclinaba apenas el rostro, mirándome con esos ojos enormes, como si fuera un gatito a punto de llorar.

A diferencia de mis hermanas, Lariza desprendía una inocencia genuina, casi desconcertante. Sin veneno escondido, sin sarcasmo en el borde de las palabras. Solo preocupación pura.

Algo nervioso por ese repentino acercamiento, me llevé la mano al pecho con torpeza y respondí con un gesto firme, intentando canalizar la presencia del Caballero Galante, Héctor:

—Oh, Lariza... no te preocupes. No será ningún problema llevarlos a todos a casa. Pueden contar conmigo.

—¿Desde cuándo hablas así? —murmuró Lira, entornando los ojos.

—Desde ahora, que soy el protector del distrito —dije, inflando el pecho como si llevara puesta una capa invisible.

Auri se apoyó en Lariza y sonrió con picardía.

—¿Lo ves? Solo necesitaba una buena razón para actuar como héroe. ¿Verdad, Vicktor?

—Silencio, mocosa.

Una vez todo estuvo en orden, comenzamos a avanzar por el camino principal del distrito sur. A cada paso dejábamos niños en sus casas o negocios, como si fuéramos repartidores de paquetes vivientes. Al cabo de un rato, de los trece enanos que arrastraba al principio, solo quedaban cinco delante de mí.

Entre ellos estaba Emy, una mocosa de lengua afilada y energía inagotable. Era amiga y vecina de mis hermanas, y su edad estaba bastante cercana a la de ellas, lo cual hacía que se sintiera con derecho a opinar en todo.

—¿Vicktor, tú tienes novia? —preguntó de pronto, con esa falta de filtro típica en los niños.

—¡Emy! —gritó Lira, escandalizada.

—¿Qué? Solo pregunté...

—No, no tengo novia —respondí, incómodo, pero intentando sonar neutral.

—Ohhh... ¿Y qué hay de Lariza? —dijo Emy con una sonrisita taimada.

Lariza se sonrojó visiblemente y fingió toser mientras apartaba la mirada.

—¿Y qué hay contigo? —repliqué—. ¿Tú ya tienes novio?

—¡Qué asco! ¡Son todos unos tontos! —exclamó Emy, haciendo una mueca.

—Exacto —apuntó Auri—. Por eso nosotras no nos enredamos con nadie.

—Mentira —dije—. Solo están esperando que esos dos renacuajos, Georg y Luiz, crezcan un poco más.

Los primos, que iban más adelante, comenzaron a correr como si hubieran oído su nombre en una maldición. Lira solo se cruzó de brazos y dijo:

—Tienen potencial. Más que tú cuando tenías su edad.

A estas alturas del trayecto, ya no sentía que caminaba. Más bien, era arrastrado por la energía colectiva de los críos. Me pregunté por un instante si algún día ellos también me verían como el "hermano mayor responsable"... o solo como el tipo que sirve de muro y mula de carga.

(Diría que es tierno... si no fuera porque estos mocosos sienten algo más que cariño por mis hermanas. Amor. ¡Amor! Así que no, no es tierno, es molesto. Molesto e inaceptable. Sobre mi cadáver permitiré que estos renacuajos se conviertan en mis cuñados.)

Tal vez sea porque las veo todo el tiempo, porque compartimos techo y ruido, pero no entiendo el hechizo que ejercen. O tal vez sí. Mis hermanas son tan hermosas como crueles. Dos demonios con cara de ángel. A veces me pregunto cómo no se incendian al poner un pie en la iglesia.

(Me pregunto si esos dos dejarían de revolotear como moscas enamoradas si les mostrara la verdadera naturaleza de mis dulces hermanitas. El terror que me provocan a mí, cada día...)

Mientras pensaba eso y sonreía para mis adentros con una pizca de malicia, sentí un leve golpecito en el hombro izquierdo. Volví al mundo real.

Lariza.

Ahí estaba, a mi lado, con esa mirada llena de intención. Parecía querer preguntarme algo.

—Oye, supe que entrenarás con el espadachín Héctor. ¿Estarás bien? —preguntó Lariza, acercándose con esa expresión suya tan difícil de fingir: genuina, sin lástima.

—Oh, agradezco tu preocupación —respondí, esforzándome en sonreír—. Pero estaré bien. Al fin podré dar un paso adelante y forjarme como un caballero.

Lo dije con firmeza, sí… pero apenas terminé la frase, una pequeña punzada de duda me pinchó el pecho. ¿Y si el anciano me descartaba al primer desmayo? ¿Y si todo quedaba en eso: una prueba, un intento fallido?

Lariza pareció notar mi preocupación. Suspiró suavemente, sin dejar de avanzar a mi lado.

—Sabes… si en algún momento necesitas algo, puedo apoyarte. Eres demasiado atento con todos. Siempre nos ayudas a entender cosas durante las clases, incluso cuando los demás ya se rinden. Así que siéntete libre de pedir ayuda.

—Gracias... eso significa más de lo que imaginas.

—Y si llegas a fallar —añadió Auri, que de algún modo nos venía siguiendo en silencio—, recuerda que tenemos un cuarto disponible para cobardes sin futuro.

—¡Auri! —Lariza se giró, indignada.

—¡Es broma! —rió Auri, alejándose a saltitos—. Un poco...

Lira solo resopló.

—Debes dejar de hacerte el encantador, hermano. Lariza puede malinterpretarte y enamorarse de ti.

—¿Y eso estaría tan mal? —respondí con fingida inocencia.

—Sí —dijeron las dos al mismo tiempo.

Y así, entre comentarios, empujones disimulados y pasos que cada vez se hacían más tranquilos, llegamos a la puerta de Lariza.

Ella se detuvo, miró hacia atrás una vez más, y con una media sonrisa que me dejó sin aliento, dijo:

—Bien, llegué. Nos vemos mañana.

La puerta se cerró tras ella, y por un instante todo se quedó en silencio. Solo el recuerdo de su voz, su aroma suave y esa forma tan sencilla de preocuparse por mí, flotaban en el aire.

(Además de bella, es hermosa... Bien, me esforzaré diez veces más, si eso hace falta.)

Mi humor mejoró. El pecho me pesaba menos, los pasos se volvieron más ligeros. Y así, dejamos al resto de los niños en el camino sin inconvenientes.

Llegamos a casa justo a la hora de la cena. En esta época, conservar los alimentos era un lujo imposible, así que la misma comida se repetía en almuerzo y cena, sin mucho entusiasmo.

Al terminar, salí a recoger agua al pozo, apenas a tres casas, cruzando el parque baldío envuelto en sombras. El aire frío de la noche se colaba por las rendijas de mi ropa, haciendo que cada movimiento fuera un recordatorio de mi fragilidad.

Mientras lavaba mi cuerpo, el agua helada golpeaba mi piel con un tacto cortante, despertando cada nervio entumecido por el día. Pensaba en las palabras de los médicos y el sacerdote: debía mantenerme limpio para no empeorar, para luchar contra ese enemigo invisible que llevaba dentro. Cerraba los ojos y dejaba que el agua se llevara el polvo y la fatiga, aunque sabía que no era suficiente para borrar todo el cansancio acumulado.

Al terminar, envolví mi cuerpo con la ropa gruesa que protegía del frío nocturno y regresé caminando lentamente, sintiendo el eco de mis pasos en la calle vacía. El mundo parecía tan distante y silencioso que por un instante dudé si podía sostenerme en pie. Pero el pensamiento del espadachín y el futuro que buscaba me empujaron hacia adelante.

Finalmente me dejé caer en la cama. La oscuridad me envolvió y mi respiración se volvió lenta y profunda. Necesitaba descansar bien. Mañana sería un día para el que debía estar preparado, aunque el cuerpo a veces pareciera querer rendirse.

A la mañana siguiente, antes de que la luz del sol alcanzara los tejados y el canto de los gallos se hiciera presente, ya estaba despierto. Hoy serían mis primeras lecciones con el espadachín Héctor.

Me vestí con una camisa blanca de lino, algo arrugada, pero limpia. Unos pantalones de tela gruesa y mis botas, gastadas pero resistentes. Ajusté el cinturón y tomé el bolso donde solíamos colocar el almuerzo cuando mi padre y yo íbamos al distrito norte a entregar las armas recién afiladas.

Hoy, ese mismo bolso me acompañaría a un nuevo inicio.

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