Cherreads

Chapter 4 - Capítulo VI – Donde la Espada Encuentra Su Forma

—Lo que hiciste fue estúpido —dijo con tono firme, pero no severo—. Pero tienes agallas, chico.

Y por primera vez, creí haber dado el primer paso real.

Después de unos minutos eternos en el suelo, pude al fin levantarme, tambaleante. Cada fibra de mi cuerpo dolía, pero me mantenía de pie.

El anciano, sin decir nada más, me lanzó una espada de madera.

—Tómala. Imita cada uno de mis movimientos. No te detendrás hasta que logres repetirlos sin pensar —dijo con firmeza, su voz tan cortante como una cuchilla afilada.

Me incliné para recogerla, y el simple acto de estirar el brazo me hizo crujir las costillas. Apreté los dientes. No iba a ceder.

—Escucha bien, mocoso. En este reino todos creen que la fuerza lo es todo. Golpes grandes, espadas pesadas, posturas rígidas como madera podrida. Patrañas —continuó mientras desenvainaba un estoque delgado y reluciente junto a una espada corta colgada del otro lado de su cinturón—. Los soldados de las puertas usan espadas largas o hachas. Yo no.

Asentí, tragando saliva, sintiendo el peso de esa mirada que parecía capaz de leer mis pensamientos.

Se colocó en posición: una pierna adelante, la otra flexionada, el cuerpo bajo. Su estoque apuntaba al frente con precisión mortal, mientras la espada corta colgaba, lista para desviar cualquier ataque.

—Mi estilo es diferente. Cada estocada va dirigida a un punto vital y cuando atacan —dijo, alzando su estoque con desdén—, no me detengo a bloquear con esta aguja. Me defiendo con esto —añadió, alzando la espada de parada, más corta, más gruesa, más robusta—. No pierdo tiempo con choques inútiles. Yo avanzo. Yo corto. Siempre.

Su mirada se clavó en mí.

—Tu cuerpo es débil —dijo de golpe—. Eso puede ser una excusa... o puede ser una razón. Conmigo, será una razón para ser letal. Tendrás que hacer que cada movimiento cuente. Sin fuerza bruta, necesitas precisión. Sin aguante, necesitas estrategia. Sin velocidad, necesitas decisión.

Dio un paso y ejecutó una combinación: una estocada al corazón, una finta hacia el costado, un giro de muñeca, y una parada rápida con la espada secundaria.

Se giró y se colocó a mi lado. Luego levantó su espada delante de mí.

—Dobla bien las rodillas —me corrigió enseguida cuando notó mis piernas rígidas—. Tu centro está en el abdomen. No en la espalda, no en los brazos. Aquí —dijo, señalando su propio vientre—. Desde ahí nace el equilibrio. Las caderas son el centro de tu fuerza. Si atacas sin girarlas, tus golpes no tendrán peso ni velocidad.

Me mostró el movimiento: un giro suave de caderas, mientras el brazo lanzaba una estocada frontal, precisa, directa. Luego lo repitió lentamente.

—Ahora tú.

Intenté imitarlo. Era como pedirle a un perro que caminara en dos patas. Mis movimientos eran torpes, quebrados. El anciano solo me observaba. No decía nada, pero cada vez que fallaba, el peso de su mirada dolía más que el golpe anterior.

—De nuevo. No balancees el cuerpo. El torso no golpea, solo acompaña. Son las caderas, muchacho. Hazlas girar como si lanzarás el golpe desde allí. La espada es la extensión de ese giro, no un palo que empujas con el hombro. Repite. Y repite. No busques perfección aún. Busca comprensión.

Cada corrección dolía un poco más que la anterior, y no por el tono, sino porque me hacía ver lo débil que era.

Después de decenas de repeticiones, me señaló el suelo.

—Sentadillas. Hasta que las piernas te quemen. Necesitas tren inferior fuerte para moverte sin que el peso de tu propio cuerpo te tiré al suelo.

Me arrodillé y empecé a hacerlas. Las piernas me dolían a la quinta. Para la décima, temblaban. No paró.

—Cien. Nada menos. Después trotarás alrededor del parque. Y cuando regreses, harás estocadas al aire hasta que ya no puedas alzar los brazos.

—Correrás. Sentadillas. Saltos. Media hora cada día. Tu tren inferior es la base de toda arma. Si no puedes sostenerte, no puedes atacar, ni defender, ni huir.

Entre jadeos, logré terminar la rutina. Caí de rodillas, empapado en sudor. Sentía un ardor punzante en la espalda baja y el abdomen.

El anciano se acercó y, por primera vez, vi algo parecido a una sonrisa en su rostro severo

No podía ni hablar, pero dentro de mí, algo ardía. Fuego. Un fuego pequeño, sí… pero propio.

—Habrá que templar tu cuerpo como el acero de una espada: a golpes, con fuego y paciencia. Pero no estás roto, chico. Solo sin forjar.

Justo cuando el anciano se disponía a reanudar nuestra sesión, una voz clara y enérgica se alzó desde el otro extremo de la plaza...

—¡Vicktor! —llamó mi madre, alzando una mano con un cesto colgado del brazo.

Volteé con dificultad. Al principio pensé que venía con alguna de mis hermanas, pero al enfocar bien la vista... no. No era ninguna de ellas.

Era Lariza.

Caminaba junto a mi madre con la misma tranquilidad que si fuera una visita familiar más.

Mi corazón se detuvo un segundo. Cualquier otra mañana habría corrido a saludarla. Pero ahora… estaba hecho un desastre. Me faltaba el aire, las piernas me temblaban, y si me dejaba caer, dudaba que pudiera volver a ponerme de pie. El sudor me corría por la espalda y la ropa me colgaba empapada. Todo giraba. Lo último que quería era que me viera así: vencido.

—Perdón por interrumpir el entrenamiento, pero ya es hora del almuerzo —dijo mi madre con su sonrisa de siempre, como si no notara en absoluto el estado lamentable en el que me encontraba.

Lariza dio un paso adelante, haciendo una pequeña reverencia. Su tono era firme, educado, con esa dulzura medida que sabía usar como un lenguaje propio.

—Buenos días, caballero galante Héctor Royce. Y a ti también, Vicktor. Se nota que estás esforzándote. Por cierto, soy Lariza. Un gusto conocerlo.

Parecía completamente a gusto, incluso en presencia del severo maestro. Su saludo contrastaba con el de mi madre, que trataba a Héctor como si fueran viejos conocidos que hubieran compartido una copa en alguna feria de juventud.

Yo no pude ni responder. Mi visión se nublaba entre vergüenza y agotamiento. Entonces, sin previo aviso, el anciano me empujó con suavidad hacia el suelo.

—Descansa, muchacho —dijo sin mirarme—. Te mantuviste en pie más tiempo del que imaginé.

Me desplomé con un suspiro entrecortado, sin energía para protestar. Sentí la tierra fresca contra la mejilla mientras trataba de recuperar el aliento.

—Buenos días, señora Rosé. Señorita Lariza —saludó Héctor con una leve inclinación de cabeza—. Me temo que me excedí con la primera lección. Perdí la noción del tiempo. Si me disculpan, iré a buscar algo para comer.

Pero mi madre lo detuvo, tomándolo suavemente de la manga.

—Traje suficiente para los dos —dijo, con su sonrisa más amable.

El maestro pareció incómodo, desarmado por completo ante esa muestra de cortesía.

—No quiero causar molestias... puedo ir a comprar algo por mi cuenta.

—¿Molestia? —replicó mi madre, arqueando una ceja con naturalidad—. Mi hijo lleva días fastidiándolo. Ahora que aceptó entrenarlo, lo menos que puedo hacer es prepararle un almuerzo decente. —Y añadió con fingida inocencia—: ¿O acaso necesita una cuota de inscripción?

El anciano la miró desconcertado. Por un instante, creí que se le escaparía una risa, pero solo carraspeó, resignado.

—No… no es necesario. Aceptaré, entonces.

Lariza y mi madre comenzaron a acomodar la comida sobre una manta bajo la sombra de un árbol. Yo seguía tumbado, con el corazón latiendo en las sienes. Más por orgullo herido que por el cansancio.

Mi maestro se aclaró la garganta y se acomodó la capa como si así pudiera recuperar su compostura.

—Bien. No me atrevería a desairar a una dama como usted.

Mi madre aplaudió con suavidad, complacida.

—Perfecto. Pues a comer.

Era justo como ella prometió: pan, arroz, carne, queso… pero también había jugo de naranja y un pan dulce. No los recordaba en casa esa mañana. Tal vez los compró antes de venir. O tal vez… Lariza los trajo. Quise preguntar, pero el hambre me robó la iniciativa.

Mientras comíamos, la inevitable pregunta llegó.

—¿Está entrenando a mi hijo como a esos soldados? —dijo mi madre, con una ceja alzada y labios apretados, lista para lanzarse en mi defensa si la respuesta era la equivocada.

El maestro se limpió la comisura de los labios con calma antes de responder.

—No. La resistencia de Vicktor es baja. Pero si mejora su respiración, podré enseñarle mejor. Por ahora, evalúo su cuerpo... y cómo adaptar el entrenamiento para no romperlo. Lo que logre… dependerá de él.

Mi madre asintió, más tranquila.

—Me alegra saber que no se rendirá con él.

—El chico parece decidido. Incluso si lo rechazo hoy, volverá mañana. Y pasado. Y el siguiente. Probablemente hasta el fin del mundo. —Héctor sonrió con un leve encogimiento de hombros.

—Tiene usted toda la razón —rió mi madre—. Es testarudo como una mula. Cuando algo se le mete en la cabeza, hará hasta lo imposible.

Mientras ellos hablaban, Lariza se sentó junto a mí en la manta. Mantenía las manos juntas sobre las rodillas con esa pulcritud suya, tan natural como aprendida. Yo, en cambio, tenía tierra en los codos, la camisa manchada de sudor y la mirada perdida en el jugo de naranja.

—¿Está rico? —me preguntó, señalando el pan dulce con una sonrisa leve.

—Ah… sí. Sí está —murmuré, sin poder sostenerle la mirada más de dos segundos.

—Lo traje yo —añadió, sonrojándose apenas—. Pensé que, después de entrenar, te vendría bien algo dulce.

—Gracias… —dije bajito, tomándolo con cuidado—. La verdad… sí que lo necesitaba.

Se instaló un silencio cómodo entre nosotros. Ella miró el parque, los árboles, a lo lejos algunos soldados entrenaban. Luego bajó la mirada a mis manos, llenas de polvo y marcas rojas.

—Te estás esforzando mucho —dijo, casi en un susurro.

—No tengo otra opción. Si quiero dejar de ser “el hijo flacucho del herrero”, tengo que ganarme un lugar. Quiero... poder proteger esta ciudad algún día. A ustedes.

Ella me miró con intensidad, como si pesara cada palabra.

—Tú siempre fuiste distinto, Vicktor. Cuando los otros niños jugaban a pelear, tú preferías ayudar a tu padre o escribir historias en el taller. Y aún así… nunca dejaste que te pisotearan. Puede que no tuvieras fuerza, pero tenías carácter.

—¿Te acuerdas de eso?

—Claro que sí. Mis padres tenían el puesto de granos frente a la herrería. Mi madre siempre decía: “ese niño mira como si calculara el alma del mundo”.

Reí por lo bajo. Ridículo. Pero sonaba a algo que ella diría.

—Supongo que solo era curioso. O me aburría ser el único que no podía cargar un saco de trigo sin caerme.

Ella negó con la cabeza, divertida.

—Quizá. Pero esa curiosidad también es fuerza. Y ahora estás aquí, aprendiendo con uno de los mejores. No te subestimes.

No supe qué decir. Asentí, con un nudo en la garganta. Me sentía... visto. No como el flacucho torpe. No como el raro que dibuja espadas. Visto de verdad.

—¿Y tú? —me atreví a preguntar—. ¿Siempre supiste que seguirías el negocio familiar?

—No siempre. Antes quería ser bailarina —rió, algo tímida—. Pero luego entendí que el comercio también es un arte. Cada trato puede levantar o derrumbar un pueblo. Si puedo ayudar a esta ciudad como mis padres… lo haré. Aunque me robe el sueño o me llene los dedos de tinta.

—Suena a que también eres terca.

—Más que tú, probablemente —dijo, alzando una ceja.

Reímos. Fue breve, pero sincero.

Mi madre y el maestro comenzaron a recoger lo poco que quedaba del almuerzo. Lariza se puso de pie y alisó su vestido con cuidado.

—Bueno, debo volver al mercado. Aún tengo que revisar las cuentas del cargamento de Solval.

—¿Ya haces cuentas de comercio? —pregunté, genuinamente impresionado.

—Desde los diez años. Mi madre no cree en esperas —dijo con orgullo—. Pero si sobrevives a este anciano, tal vez te invite a ver cómo se hace una venta de verdad.

—¿Eso fue una invitación o una amenaza?

—Depende de cuántas veces más termines en el suelo hoy —respondió con una sonrisa traviesa. Luego se dio la vuelta y se alejó junto a mi madre.

La observé alejarse. Su vestido de lino ondeaba con el viento. El cabello trenzado, todo en ella era orden, decisión y fuerza tranquila.

—Es especial, ¿eh? —dijo mi maestro, ya instalado bajo la sombra.

Me giré rápido, sin saber si había estado espiando todo.

—Sí… bastante —admití, bajando la vista.

—Vamos. Nos recostaremos un rato, luego seguimos.

Y esta vez, no me quejé.

Me tumbé en la hierba, y cerré los ojos.

Una vez en el suelo, sentí la brisa deslizarse sobre mi piel, suave como una caricia. El murmullo de las hojas, el calor tibio del sol, el perfume tenue del pasto… por primera vez en días, todo se sentía en paz.

Pronto comencé a soñar. O al menos eso creí.

Todo era calor. Un calor inhumano, denso, que no venía del sol, sino de algo más antiguo, más cruel. Ante mí, se alzaban cuatro pilares envueltos en llamas, retorciéndose como si fueran vivos. El fuego no era rojo, sino blanco, azul en los bordes, como si ya hubiera devorado todo lo terrenal.

Y dentro de ese fuego, quieta, de pie como una estatua de dolor, había una figura. No se movía. No temblaba. No ardía.

El fuego parecía conocerla. O temerla.

Las voces comenzaron entonces.

Primero un susurro, luego un grito mudo que nacía del crujido de la madera al quebrarse, del llanto atrapado en las brasas. No entendía lo que decían, pero las emociones eran claras: culpa, furia, pérdida.

Algunas voces lloraban. Otras maldecían. Otras, simplemente… se despedían.

Quise avanzar. Pero mis piernas no respondían. El suelo bajo mí comenzó a deshacerse, desmoronarse como si el mundo hubiera perdido toda razón de sostenerme.

Y en ese instante, como si alguien hubiera soplado con desprecio sobre la creación entera, las llamas se apagaron.

Todo se volvió ceniza.

Negro.

Silencio.

El tipo de silencio que te dice que algo se ha roto y nunca volverá a ser como antes.

Miré al cielo, pero no había cielo. Miré al suelo… y ya no había suelo.

Solo un espejo.

No de vidrio. Sino del mundo. Roto.

Las grietas se extendían como venas bajo mis pies, hasta que el suelo se quebró con un estruendo seco y me hizo caer… caer hacia abajo, sin fin, sin peso.

Y entonces apareció el agua.

Una cascada surgió entre los fragmentos de esa oscuridad. Caía sin hacer ruido, como si incluso el agua supiera guardar silencio ante lo inevitable.

Bajo ella, un estanque. Tan claro que podía ver cada piedra, cada hoja en su fondo.

Me acerqué. Mis manos temblaban.

Vi mi reflejo.

No era yo.

Era… alguien más. Alguien que me miraba desde dentro del agua con paz, con fuerza, con una determinación que jamás me había visto.

Toqué la superficie.

Y el mundo se quebró una última vez.

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