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Colores del Ocaso

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Synopsis
Dicen que el mundo no murió de golpe, sino que se fue apagando, como el sol al caer. Primero desaparecieron las rutas. Luego las ciudades. Luego, la certeza del día. Ahora, lo que queda vive bajo el filo del ocaso eterno. Cuando el sol toca el horizonte, los nocturnos despiertan. No son bestias ni sombras: son lo que queda cuando la fe, el amor o el miedo se pudren. Nadie los entiende del todo. Solo se sabe esto: no se razona con la noche. Solo se sobrevive a ella. Antes de contar la historia de Vicktor —un niño atrapado entre muros, sueños y espadas oxidadas— conocerás el mundo que lo formó. Los primeros capítulos son fragmentos rescatados de crónicas antiguas. Ecos de un mundo que intentó comprender su propia oscuridad. Después, empieza la historia de los vivos. Colores del Ocaso es una novela de fantasía oscura con momentos de ternura, violencia y revelación. Aquí los colores no solo describen. Gritan. El rojo no es pasión, es sangre. El azul, la piel de los muertos al amanecer. El gris, la memoria de quienes ya no esperan. Si algo queda, es porque alguien lo recuerda.
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Chapter 1 - Capítulo III.-A la Sombra de Gárgolas y Hermanas

Junto al camino, casi al borde de la muralla sur, se alzaba el taller y hogar del protagonista. Una construcción modesta de dos plantas, mezcla de madera y piedra, donde el olor a metal forjado y cenizas era constante. Desde allí se veía pasar de todo: comerciantes, soldados, mendigos y, a veces, ataúdes cerrados sin nombre.

Ese sendero desembocaba en la plaza central: una explanada amplia de adoquines gastados, marcada por siglos de pasos apurados y sangre seca.

Al centro, dominándolo todo, se alzaba una iglesia enorme —una silueta de gárgolas y vitrales astillados—.

Al norte, el camino ascendía hacia el Castillo de las Cuatro Murallas: una fortaleza dentro de otra, tallada en muros ciclópeos que ocultaban todo lo que importaba.

El chico solo podía ver las torres: ocho en total, una en cada esquina de los dos cuadros concéntricos que formaban su perímetro.

El castillo no se dejaba mirar fácilmente. Ni siquiera por quienes vivían cerca.

Aquella mañana, el aire era fresco. Apenas se vislumbraban los primeros rayos sobre los edificios más altos.

Como todos los días, salí a correr por el camino principal norte con un solo objetivo: encontrarme con el maestro espadachín más famoso del reino.

A pesar de su edad, patrullaba ese tramo cada mañana.

Y entonces lo vi.

Era imposible no hacerlo.

Su figura cortaba el aire como una cicatriz antigua: inmutable, firme, cargada de memoria.

La barba, perfectamente alineada. El cabello largo, recogido con una cinta blanca, relucía como plata bajo la luz.

Nada en él parecía frágil.

Vestía una gabardina azul marino ceñida al torso, con ribetes dorados que no brillaban: ardían con el peso del rango.

Sobre la cabeza, una boina negra, ladeada con precisión militar.

Sus botas resonaban con paso exacto, como si marcharan al ritmo de un recuerdo que solo él conocía.

Llevaba un monóculo en el ojo derecho, sujeto por un marco de acero gris, tallado con la misma paciencia con la que se forma una espada maestra.

Sus armas descansaban en dos cintos cruzados sobre la cintura:

— Al lado izquierdo, una vaina negra sostenía un estoque delgado, cuya guarda tenía la forma de una rosa abierta, esculpida con espinas retorcidas como las decisiones difíciles.

— Al derecho, una daga de parada envuelta en símbolos amatistas que no brillaban: respiraban.

No caminaba. Se desplazaba. Sin prisa, sin peso.

Como si la vejez lo hubiera saludado de lejos y decidido que no podía alcanzarlo.

Era un espadachín de los que ya no existen.

De esos que no solo sobrevivieron a las criaturas nocturnas, sino también a guerras entre reinos, traiciones, inviernos eternos y amores perdidos.

Su leyenda no se forjaba solo en combate, sino en silencios que nadie se atrevía a llenar.

Se decía que manejaba la espada como una extensión del pensamiento...

y que sus palabras podían desarmar antes que su filo.

Lo admiraba.

Lo temía.

Y más que nada, anhelaba aprender de él.

Me acerqué con pasos medidos, como si con cada uno pisara el borde de un abismo.

La garganta seca. Las palmas sudorosas.

Pero reuní valor y hablé con toda la firmeza que pude reunir:

—Buen día, anciano. No sé cuántas veces han sido ya... pero por favor, conviértete en mi maestro.

No respondió de inmediato. Apenas giró la cabeza en mi dirección.

Su mirada era como una hoja en equilibrio: ni amable ni cruel. Simplemente... afilada.

—¿Cuántas veces van? —repitió con un suspiro largo, como si ya supiera la respuesta pero quisiera oírla de nuevo por gusto—.

Día tras día, siempre con la misma súplica. Te lo pregunto una vez más, mocoso: ¿por qué quieres dominar la espada?

No era una pregunta.

Era una balanza.

Y yo estaba en uno de los platillos.

Tragué saliva.

—Quiero luchar contra los Nyxar. Quiero proteger a los que amo. No quiero seguir escondiéndome detrás de los muros.

Lo había dicho antes.

Pero frente a él, cada vez era como decirlo por primera vez.

El anciano me observó en silencio.

Ojos azules, cansados, inquisidores.

Como si desarmaran mi alma para buscar grietas.

—Tantas veces has venido... y todavía no sé si me estás hablando a mí o a ti mismo. ¿A quién intentas convencer, chico?

No supe qué responder.

Él lo notó. Avanzó un paso.

—Tienes una herrería. Un futuro estable. Un oficio que salva vidas de forma menos gloriosa, pero más real.

¿Tu padre lo desaprueba? ¿Tu madre te apoyó?

Negué.

La respuesta no necesitaba palabras. Él lo adivinó.

—Entonces... ¿por qué insistir en un camino donde probablemente mueras antes de entender lo que es el miedo de verdad?

Su voz era tranquila.

Pero cada palabra golpeaba directo al pecho.

—Porque no puedo quedarme viendo cómo los muros tiemblan y esperar a que nos salven otros. Porque si no lo intento yo... ¿quién lo hará?

No tengo otro camino. Este es el único que deseo.

El anciano entrecerró los ojos.

Caminó lentamente a mi alrededor, como si evaluara no mis músculos, sino mis quiebres internos.

Luego, con voz apenas audible:

—¿Y si fracasas? ¿Y si la primera criatura que enfrentes te arranca los sueños con los dientes?

—Entonces ojalá me trague de un solo bocado.

Pero que lo haga sabiendo que peleé.

El silencio se alargó.

Pensé que me rechazaría de nuevo.

Pensé que soltaría una carcajada burlona.

Que me mandaría de vuelta con otra lección de humildad.

Pero no.

Soltó una risa breve.

Más bien un suspiro con eco.

—Tienes más agallas que sentido común. Eso ya es algo.

Está bien... mañana, al alba. Campo al Este.

Pero si llegas tarde, o lloriqueas... esta será la última vez que me veas.

Me quedé inmóvil.

No sabía si gritar, reír o caer de rodillas.

Asentí con fuerza.

—No fallaré.

—Ya lo veremos, niño.

Ya lo veremos...

Sin decir más, continuó su camino.

Yo me quedé quieto, con la mandíbula colgando como idiota.

En cualquier momento, un insecto podría haberse metido en mi boca.

(¿Lo logré...? Me siento extraño.

Pero feliz.

Bien. Esto es un logro.

Debo volver a casa).

Eché a correr a toda prisa por el camino principal que conectaba la puerta sur con el centro de la ciudad. La gran plaza se extendía justo en medio de esas dos entradas, lo bastante amplia como para albergar al menos a una cuarta parte de la población del reino. Frente a ella, se alzaba un templo colosal con cuatro torres altísimas, coronadas con techos cónicos. Los vitrales proyectaban figuras religiosas en colores intensos, y los contrafuertes y arcos apuntados sostenían la estructura con solemnidad. Gárgolas vigilaban desde las alturas, y las molduras estaban rematadas por picos tallados en piedra. Era una obra monumental.

Seguí por la calle principal, flanqueada por tenderetes y gritos de mercaderes que ofrecían pan, telas, armas, fruta o cosas menos identificables. Tras cruzar el bullicioso mercado que flanqueaba ambos lados del camino, finalmente llegué a casa.

Mi padre descansaba en su silla habitual, pelando una naranja. Tenía el cabello castaño oscuro, ojos negros y un cuerpo grande y robusto, curtido por años de trabajo frente al yunque. Su brazo derecho —ligeramente más grueso y musculoso que el izquierdo— delataba las incontables veces que había blandido el martillo contra el metal al rojo vivo. Desde niño fue instruido en la herrería por su padre y su abuelo, y aunque muchos creían que en su cabeza solo había espacio para el acero y el fuego, solía comparar la vida con el arte de forjar: a veces eras la espada, otras el martillo... pero casi siempre el yunque.

—Llegaste más temprano que de costumbre... ¿Volviste a molestar al espadachín? —me preguntó, sin levantar la vista.

(Me pregunto cómo reaccionará cuando le diga que el anciano aceptó... Estoy nervioso).

—No lo molesté. Solo le pedí que se convirtiera en mi maestro.

—Como sea... Supongo que ya es momento de llevarle un regalo, por todas las veces que lo has estado fastidiando.

(Mi viejo, aunque algo tosco, siempre ha sido atento con estas cosas).

—No hará falta. Me pidió que lo encontrara mañana al amanecer, en el campo del norte.

Antes de terminar mi oración, ya se había puesto de pie y me sujetó por los hombros con fuerza.

—¿Tú...? No bromees con eso, muchacho.

—No es broma. El anciano aceptó. Por fin lo hizo.

Entonces me soltó lentamente, regresó a su silla, aún algo desconcertado.

—Bien. Deberías hablar con tu madre.

Subí las escaleras como quien sube al cadalso, sabiendo lo que me esperaba tras esa puerta.

Mi madre, aunque joven y amable, era temida incluso por mi padre cuando se enfadaba. Tenía el cabello y los ojos de un negro tan profundo como el carbón, o tal vez incluso más oscuro; ni la luz más directa lograba arrancarles un reflejo distinto. A diferencia de él, su cuerpo era delgado y su estatura apenas le alcanzaba el pecho, pero cuando se irritaba, esa diferencia desaparecía. Su sonrisa dulce se transformaba en una expresión escalofriante —una sonrisa ladeada, apenas contenida, como la de alguien que no solo está dispuesto a matar, sino que lo haría disfrutándolo. Cerraba los ojos, como si no necesitara ver para hacerte temblar, y el aire mismo en la habitación se volvía denso.

Sin embargo, la mayor parte del tiempo era una mujer cálida, generosa, que cuidaba de todos con manos firmes y una voz tranquila... siempre y cuando no la sacaras de quicio.

(El enemigo final me espera al cruzar esta puerta... Que los dioses me amparen si fracaso).

—Ya llegué, madre —anuncié con la voz apretada, como si pronunciara una sentencia.

Ella estaba cortando pan con esa calma que sólo los depredadores conocen antes de atacar. Alzó la mirada.

—Oh, llegaste antes de lo que esperaba —dijo, serena como una tormenta a punto de romper—. ¿Qué tal tu caminata?

Me quíte la camisa empapada en sudor, como quien ofrece una bandera de rendición, y avancé hacia mi habitación con fingida indiferencia.

—Bien. El anciano aceptó entrenarme. Mañana lo veré.

El silencio que siguió pesó más que cualquier grito. Su voz, cuando al fin habló, fue tan fría que dolía en los huesos.

—Ya veo... Así que vas a entrenar. ¿Estás emocionado?

(Si digo algo indebido, hoy mismo, a mis doce Lunas, moriré con las tripas colgando de la ropa sucia).

Desde la habitación contigua, oí el leve crujido de madera: mis hermanas, pequeñas ratas traicioneras, ya estaban espiando. Perfecto. Mis escudos humanos.

(Vamos, sabandijas con lágrimas fáciles... Es su momento de brillar).

—No es oficial aún —corregí con cautela—. Solo será una prueba. Eso dijo.

La atmósfera cedió, apenas. Su mirada bajó a la tabla de pan, su sonrisa afilada como el cuchillo que aún sostenía.

—Ah... Una prueba. Entonces esfuérzate. Pero duerme temprano, ¿sí? No quiero levantarme por la madrugada a recogerte en pedazos.

(¿Eso fue una bendición...? ¿Una amenaza disfrazada...? ¿Un poco de ambas?)

—Claro. Descansaré hasta el almuerzo.

Entré a mi habitación con las piernas temblando. Cerré la puerta como si detuviera un asedio. Me dejé caer de espaldas. El suelo estaba duro. No tanto como su juicio.

(Un paso en falso y mi cabeza habría terminado como adorno de cocina. Y sin funeral digno).

Me arrastré a la cama. Suspiré. Había sobrevivido otro día.

Fue entonces cuando sentí el golpe.

Todo el aire se me escapó de los pulmones de golpe, como si alguien hubiese arrancado mis costillas y me exprimiera desde dentro. El mundo se inclinó por un segundo; la vida se me escurrió entre los labios en un jadeo seco. Un dolor punzante me atravesó la espalda, certero y despiadado, como si me hubiesen partido con un hacha roma justo en la columna. Oí un crac—no supe si fue real o solo mi imaginación despidiéndose de la médula espinal— y por un momento pensé que mi corta vida de doce Lunas acabaría ahí, aplastado bajo el peso de dos demonios disfrazados de niñas pequeñas.

—No deberían lanzarse sobre mí de esa forma —protesté, jadeando mientras intentaba que mis pulmones recordaran cómo se supone que debían funcionar.

Ambas hermanas parecían gemelas, aunque no lo fueran. Auri tenía apenas diez primaveras, y Lira tenía nueve; su diferencia de altura no era mayor a cuatro dedos. A simple vista eran idénticas: el mismo cabello negro como la noche, los mismos ojos oscuros e impenetrables, y la misma expresión inescrutable que mi madre adoptaba cuando se enfadaba. En realidad, eso era lo más desconcertante: siempre llevaban esa sonrisa cortante y esa mirada vacía, como si el mundo les resultara ajeno. Su voz, incluso en casa, era fría y precisa, sin emoción aparente. Nunca sabía lo que pensaban o sentían. Y, sin embargo, como su hermano mayor, simplemente las veía como mis queridas hermanas menores. O al menos, eso intentaba recordarme cuando no estaban a punto de romperme la espalda.

—Te escuchamos, hermano... Parece que lograste esquivar la horca —dijo Auri, sentada sobre mi espalda como si fuera su trono personal.

—Milagros ocurren —añadió Lira, cruzando los brazos con solemnidad fingida.

(¿Cómo pueden ser tan pequeñas y tan insoportables a la vez?)

—¿Van a bajarse o debo cargar con su juicio celestial toda la tarde?

Ambas rieron. Me palmearon la espalda como si hubieran concluido una inspección exhaustiva y se deslizaron con una elegancia exagerada hasta el suelo.

—Entonces, dime —dijo Auri, con aire de experta—: ¿vas a fracasar estrepitosamente en tu entrenamiento, o prefieres morir con algo de dignidad?

—Estoy considerando cavar mi propia tumba —gruñí, mientras me frotaba la cara.

—Hazla profunda. Así nadie tiene que verte llorar —soltó Lira, sonriendo con toda la malicia del mundo.

—Un día les recordaré esta conversación cuando esté salvando sus traseros —refunfuñé, apuntándoles con el dedo—. Y ustedes solo tienen que llorar lo suficiente para que mamá no me desintegre antes de tiempo. Ese es su trabajo.

—¡Negado! —gritaron al unísono, y antes de que pudiera replicar, ya habían salido corriendo del cuarto, dejando un eco de carcajadas burlonas tras de sí.

Suspiré.

—Voy a morirme antes de llegar al entrenamiento...

Mi corazón estaba acelerado. Aunque había sobrevivido... apenas era el primer paso.

Antes de darme cuenta, la voz de mi padre me llamó para almorzar. Marco —ese era su nombre— estaba ya sentado junto a la mesa, tallando con paciencia lo que parecía ser un caballo en un trozo de madera. Aparte de la herrería, a veces se dedicaba a ese pasatiempo, o iba a molestar al talabartero con mil preguntas para aprender sobre el cuero. Ese hombre, incluso en sus momentos de descanso, parecía incapaz de dejar de aprender.

El almuerzo de hoy consistía en salchichas asadas, papas sazonadas con sal, huevos duros, frijoles cocidos y hogazas de pan caliente. En casa se tenía por costumbre comer en silencio, así que todo transcurrió sin problemas... al menos en apariencia.

De vez en cuando, mi madre lanzaba miradas furtivas, cuya expresión permanecía congelada en esa sonrisa que helaba la sangre. Mi padre, sentado un poco más cerca de lo normal, parecía querer esconderse detrás de mí, como si yo fuera su escudo. Mientras tanto, mis adorables hermanas ignoraban la atmósfera tensa y arrasaban con la comida como si nada.

Fuera de eso, todo normal.

Al terminar, recogí mis cosas, ordené un poco la ropa y abrí la puerta para bajar al primer piso y salir al exterior.

—Bien, Auri, Lira. Es hora de ver al padre Simón. Nos vemos más tarde.

—¡Estoy lista!

—¿Mi ropa está bien?

Antes de que pudiera decir algo más, ambas ya estaban fuera. Esas niñas siempre estaban preparadas para todo. Resignado, avancé por el camino principal. Saludábamos a los vecinos como de costumbre, y entre una sonrisa y otra, aprovechábamos para recomendar la herrería de mi padre.

Era parte del hábito. En este distrito, todos ofrecían servicios o recomendaban a alguien más. Y si no ponías atención, en un descuido terminabas gastando el dinero en reparaciones innecesarias, utensilios nuevos o herramientas que no necesitabas, pero alguien te convencía de comprar.

Yo, por otro lado, aunque conozco lo básico de herrería y carpintería, no puedo decir que destaque en ninguna de las dos. No como mi padre. Él puede vender con orgullo todo lo que crea con sus manos; yo apenas puedo sostener una pieza sin que tiemble mi brazo. Mi cuerpo es débil, frágil... como si estuviera hecho para otra vida.

No importa cuánto me esfuerce: al poco tiempo de empezar cualquier tarea física, todo comienza a distorsionarse. La visión se me torna blanca, brillante, como si el mundo estuviera cubierto por una neblina incandescente. Las voces a mi alrededor se apagan, reemplazadas por un zumbido insoportable, como el golpe continuo de un clavo contra una lámina delgada. Luego, todo empieza a girar, me cuesta mantenerme en pie... y entonces, lo entiendo: el mundo me está gritando que no pertenezco del todo a él.

Por culpa de esta condición, no puedo dedicarme a los oficios tradicionales. Así que trato de compensarlo por otro lado. Me esfuerzo por leer las escrituras del Santo Euclius. Es lo único accesible que contiene palabras que valen la pena —porque comprar libros es un lujo reservado para quienes nadan en monedas de oro. Incluso el papel es caro. No está hecho para nosotros, los comunes. Además de eso, tengo la costumbre de contar todo lo que veo: piezas, piedras, pasos, utensilios. Hago operaciones mentalmente, ordeno los objetos en patrones. Quizá, con algo de suerte, pueda trabajar algún día en una tienda, un negocio o cualquier lugar donde escribir y contar signifique más que levantar martillos.

Mis hermanas, por otro lado, parecían haber sido tocadas por todos los dones que a mí me fueron negados. Tenían un talento innato para leer, contar... y, sobre todo, para mentir. Si algún día decidieran aspirar a un puesto en la administración del reino, no me cabría duda de que lo conseguirían con facilidad. Y si se inclinaran por el comercio, podrían estafar a medio mercado sin que nadie lo notara. Estoy seguro de que mi padre estaría encantado de apoyarlas en cualquiera de esos caminos, especialmente si implica evitar que acaben cortando cosas... o personas.

Mi madre, Rosé, también tenía lo suyo. A pesar de su carácter impredecible, era una comerciante hábil. Cada dos meses salía a las murallas para reunirse con los comandantes de control, vendiéndoles el trabajo de mi padre: espadas, lanzas, hachas, todo rectificado y afilado con la precisión que sólo Marco podía ofrecer. Pero no se detenía ahí. También vendía los productos de otros artesanos del distrito sur, y cobraba comisión por cada trato cerrado. Siempre sabía a quién ver, qué decir y cuándo insistir. No importaba si era madera, cuero, hierro o incluso mano de obra... ella podía venderlo.

Parecía que todos en esta casa tenían un talento. Uno claro, útil. Uno que destacaba.

Todos... menos yo.

Pero bueno, supongo que tampoco está tan mal. Al menos, si no sirvo para nada, también es más difícil que esperen algo de mí.